Aquí en Santa Soledad, municipio de Baja California Sur, suele hablarse mucho sobre las sirenas. Nuestros padres y abuelos, que se cuentan entre pescadores y transportistas marítimos, las mencionan como siluetas ocasionales que se menean entre las olas de altamar o cánticos hipnotizantes que invitan a perderse en la vastedad del océano. Fueron los miembros de El Pelotón quienes cambiaron la perspectiva de mi localidad con respecto a tales criaturas, al menos durante un tiempo, y comenzaron la avalancha de sucesos que terminarían por desembocar en la historia que estoy por compartirte.
“El Pelotón” no corresponde a ningún grupo militar de hombres disciplinados, como se podría imaginar, sino que es el apodo de un montón de viejos adictos al alcohol cuya fama los hace aborrecibles entre nosotros. Era común que protagonizaran distintos altercados en nuestra ciudad, entre peleas campales y vomitaderas en los bares de la zona, pero el disparate con que salieron en Septiembre de 2019 fue tan extraño como controversial. Dijeron haber visto a un montón de sirenas descansando en las orillas de la playa. Las describieron como bellezas sin igual con cuerpos exuberantes que no solo eran amables, sino que incluso los invitaron a intimar tras una breve charla. El morbo de la noticia, combinado con los detalles tan vulgares que los ancianos compartían con tanto gusto, fue suficiente para causar furor entre la gente. La mayoría de adultos ignoró con disgusto la fanfarronería del grupo tan deplorable de viejos seniles, pero los adolescentes quedaron fascinados con la historia y se esparció entre ellos una histeria tras la que muchas fantasías con sirenas nacieron.
Mi fascinación por el océano no tenía nada que ver con mis instintos sexuales, pero las tardes en que aprovechaba para observar el mar desde el muelle quedaron arruinadas por el montón de adolescentes calenturientos que se unieron al furor de la moda y comenzaron a frecuentar la playa. Lo peor de todo es que eran mis compañeros de secundaria. Yo tenía quince años por aquel entonces. Tuve que unirme a las habladurías sobre sirenas para no admitir que me gustaba admirar el mar por su simple belleza. Mi mente se había mantenido sana hasta ese entonces, pues mi acceso al internet era limitado, pero se corrompió un poco tras escuchar tantas fantasías desbocadas sobre las sirenas. Al principio eran unos sesenta chamacos que visitaban la playa durante horas. Tras unos meses se habían reducido a la mitad y al cabo de un año ya pocos recordaban el asunto. Sin embargo, yo me acostumbré a pasar tiempo en las escolleras, el lugar más solitario de toda la playa, para seguir admirando la vastedad del océano en tranquilidad. Para cuando la pandemia del 2020 estaba en su apogeo yo aún continuaba con mi rutina, pero ahora en una mayor soledad que nunca, una época en la que pude avistar una silueta extrañamente humanoide meneándose en las olas lejanas del muelle, muy similar a la figura que se presume de las sirenas: torso humano y cola de pez.
Pregunté sobre el tema entre mis conocidos, esperando que alguien tuviera alguna vivencia similar o al menos una explicación lógica para lo que vi, pero solo me llevé burlas. Tuve otros encuentros similares, pero callé para no dañar mi reputación e investigué en secreto sobre el tema hasta que la curiosidad me carcomía vivo.
La siguiente ocasión en que pude ver algo no dudé en saltar hacia adelante para plantarle cara a lo que sea que estuviera moviéndose en el agua. Ocurrió en un atardecer previo a Noche Buena, cuando las escolleras se hallaban completamente vacías y un movimiento extraño en la lejanía captó mi atención. Al acercarme, pude ver una cola de pez alargada meneándose entre la superficie del mar y su fondo. Sus movimientos eran extraños, pero me recordaban un poco a la forma en que los delfines juguetean con el agua frente a los humanos para atraer su atención. Sentí curiosidad inmediata por lo que había del otro lado de la cola, pero no me atreví a lanzarme al agua para averiguarlo. Ella fue la que se presentó ante mí. Emergió del agua como si fuera tan natural aparecer frente a los humanos y cruzamos miradas.
Esa fue la primera vez que pude ver a una sirena. Su belleza era realmente superior a cualquier cosa imaginable. El cabello le brillaba en un tono anaranjado, sus ojos reflejaban la armonía de aguas cristalinas y las curvas de su cuerpo eran tan pronunciadas como los viejos habían dicho. Tal era su apariencia que difícilmente podía catalogarla como humana, pese a que la atracción que sentí por ella fue tan enloquecedora e instintiva que por unos instantes quise lanzarme al agua para al menos tocarla. Ver su hermosa sonrisa y escuchar su dulce voz casi terminan por hechizarme, pero conseguí dominar mis instintos al recordar lo aborrecibles que se veían mis compañeros comportándose como animales en celo.
—¿Quién eres? —pregunté arrodillado sobre la orilla.
Pude notar durante breves instantes que mi fuerza de voluntad le cambió el rostro, tal como si mi autocontrol fuera tan extraño para ella como lo era para mí su existencia.
Mencionó un nombre que no puedo pronunciar ni es posible reproducir su naturaleza con el alfabeto español, o cualquier otro conocido por el hombre.”Syphilxhs” es la palabra más limpia que pude escuchar de lo que sus labios pronunciaron, pero la verdad es que su nombre se componía por matices que apenas fui capaz de comprender, pues eran más semejantes a vibraciones que a vocablos.
Intenté hablar con ella, ya que solo mi curiosidad podía opacar a la intensa atracción que sentía hacia ella, pero la conversación estuvo mayormente dominada por sus preguntas sobre nuestra civilización. No preguntaba cosas aleatorias ni parecía ser ignorante en la historia de la humanidad. Parecía más bien como si quisiera rellenar huecos de la historia moderna que desconocía por completo.
Como criatura marina que ella era, comprendí rápidamente cómo podía ser consciente de hitos humanos como la Revolución Industrial; su civilización acuática debió presenciar los avances en el transporte marino, que de usar la fuerza humana pasaron a moverse propulsados por sofisticadas máquinas. También tenía sentido que conociera otros eventos como las guerras mundiales, a las cuáles ella se refirió como las “Grandes Guerras Humana”, pues su gente seguramente presenció la movilización de los grandes buques de guerra y la instalación de sonares en las costas de todo el mundo.
Es a partir de este punto que mi encuentro con la sirena se torna extraño, ya que preguntó por las causas y consecuencias de la “Tercer Gran Guerra Humana”. La sola mención de aquello me dejó paralizado, pues yo no alcanzaba a concebir el tamaño de sus declaraciones. La sirena habló sobre una guerra bajo la tierra y en las profundidades del agua donde grandes máquinas hechas por el hombre habían estado provocando explosiones por todo el planeta. Mencionó aquello creyendo que mi ignorancia era pasajera y que con sus explicaciones me harían recordar el gran evento del que estaba hablando, pues había ocurrido en “épocas recientes”; pero calló de inmediato en cuanto observó mi perplejidad y comprendió que yo no tenía idea de lo que estaba hablando.
Preguntó después por los gruesos cables del océano que cruzaban continentes. Ella sabía de alguna forma que su propósito era el de transportar información, pero sentía curiosidad por la clase de usos que le dábamos los humanos a tal invento.
También me intrigó con su interés sobre la política mundial, mencionando en el proceso a las grandes potencias como Estados Unidos o China y sus constantes esfuerzos por establecer el “gobierno unido”. Habló sobre control natal, influencia de masas y otros temas que los conspiracionistas tratan con frecuencia, pero ella no dudaba de su existencia sino que simplemente quería saber cuáles procedimientos estaban siendo “aplicados en la humanidad”.
Todas sus preguntas me fascinaban y respondí tan dignamente como me fue posible, creyéndome alguna especie de embajador entre nuestras civilizaciones. Más adelante en la conversación intenté obtener respuestas de la sirena sobre su mundo, pero ella se negó a compartir sus conocimientos. Primero quería que yo le diera un libro de la superficie. No me pidió nada en especial, solo algo que yo creyera adecuado para ella. No importaba su lenguaje, complejidad o temática. No lo dijo explícitamente, pero comprendí que dominaba cualquier lengua humana. La sirena quería leerlo y si le gustaba regresaría al día siguiente para hablar sobre todo lo que yo quisiera.
La decisión no fue fácil. Mi colección de libros estaba mayormente compuesta por ficción, lo que me parecía inapropiado para alguien que seguramente deseaba conocer más sobre la realidad humana. Tampoco creí que fuera prudente compartirle mis libros escolares sobre ciencia. La materia de Español se me pasó por la cabeza por su contenido cultural tanto de nuestro país como del propio lenguaje, pero finalmente decidí darle un libro de Historia de México que había guardado de mis época como estudiante de primaria. No quise acercarme al agua para dárselo en la mano, por lo que simplemente se lo tiré desde el muelle.
El libro entró al mar como si el agua no lo afectase, luego ella me sonrió antes de volver a sumergirse.
La existencia de la sirena opacó todos mis pensamientos de las horas siguientes. ¿Qué era ella? ¿De dónde venía? ¿Cómo era su civilización? Preguntas como esas me mantuvieron tan intrigado que dormir no estuvo entre mis actividades. Mentiría si dijera que su belleza no me había cautivado. Para ese punto de mi vida yo ya había experimentado atracción por algunas de mis compañeras, pero nunca me había sentido tan enloquecido como por la sirena. Su rostro, su cabello, su cuerpo, su voz. Quería volverla a ver, volverla a escuchar; fantaseaba con ella más de lo que me gusta admitir.
Tras muchas horas de desvelo me cuestioné si había actuado bien ante ella. El orgullo y el temor me habían permitido proceder con dignidad y reserva, pero nuestra interacción había sido tan amigable que lamenté no haber actuado con más entusiasmo. Ella hablaba con alegría y derrochaba curiosidad. Me arrepentí de no haber saltado al mar para estar a su lado desde el principio, pero entonces una inquietud aplacó mi intensa pasión hacia la sirena.
¿Y si todo era una ilusión?
Al día siguiente acudí ante ella como habíamos acordado. Dijo estar satisfecha con el libro que le ofrecí y me ofreció su amistad a cambio del gesto que había tenido con ella. Desde entonces convivimos con más frecuencia. Su única condición para reunirnos es que fuera en momentos donde pudiéramos estar a solas, cosa que no me parecía mala idea. Su carisma terminó por hechizarme y pronto ya conversábamos con tanta pasión y entusiasmo como lo harían viejos amigos.
Tal fue nuestra química que me pidió darle un apodo amigable que yo pudiera pronunciar. “Syphil”, fue el que escogí basado en lo poco que pude escuchar y entender de su nombre real.
Syphil nunca quiso responder directamente a las preguntas que yo le hacía, pero el flujo de nuestras charlas me permitió ir recopilando cada vez más datos sobre su mundo bajo el agua. Gracias a eso me enteré que la civilización de las sirenas era más antigua que la humana, que ellas ya estaban en la Tierra cuando “los grandes reptiles reinaban los océanos” y que sus antepasados han migrado en múltiples ocasiones a los abismos del mundo para esconderse de las “catástrofes cíclicas”. Además, le hice admitir que las sirenas y los humanos tenían un ancestro en común, aunque no estoy seguro que sus palabras signifiquen lo que yo creo. Por si fuera poco, Syphil admitió que tenían poderes que se podían considerar mágicos, pues poseían la capacidad de comprender a cualquier especie e invocar ilusiones como las que encantaban a los marineros desde tiempos antiguos.
Mi miedo por ella quedó completamente atrás. Luego de algunas semanas me atreví a nadar con Syphil y ella me permitió tocar su cuerpo. Por respeto me limité a apretar sus suaves manos y acariciar su bello rostro, aunque por mucho tiempo fantaseé con haber sido más audaz en aquellos momentos. Mis encuentros con Syphil eran sumamente satisfactorios en más de un sentido, pero muy efímeros también.
Más adelante supe que las sirenas no estaban interesadas en los humanos, pero había excepciones. Algunas, como ella, sentían curiosidad por nuestra civilización. Otras, las más raras de todas, sentían una morbosa atracción física por otras especies como la nuestra, siendo esto la explicación de lo sucedido con los viejos en la playa.
Lo que decía ya era raro, pero lo siguiente que admitió me sacudió por completo: había sirenas que gustaban de cazar humanos.
Sobre esta clase de comportamientos Syphil no quiso hablar mucho. Su curiosidad por la humanidad me parecía fascinante, por lo que me inquietaba la idea de sirenas que devoraban humanos. Al hablar sobre su opinión al respecto, Syphil me contestó con otra pregunta.
—¿Qué piensas sobre los humanos que comen vacas?
Debatimos sobre las diferencias entre su situación y la nuestra, pues nuestra carne no rivalizaba con la de otras criaturas marinas como las ballenas. Sentí durante nuestra plática que ella estaba omitiendo información sobre su gente. Intenté orillarla a que me revelara lo que estaba ocultando, pero terminó por explicármelo de la forma más simple e implacable que pudo concebir: los seres humanos éramos como una comida exótica. No nos comían por nuestro sabor o apariencia apetitosa, sino por la mera satisfacción de hacerlo. Me recriminó por algunos comportamientos humanos que tampoco serían bien vistos a ojos de ninguna otra especie y, aunque no mencionó a qué se refería, no pude evitar pensar en todos esos videos de gente comiendo animales vivos o torturándolos sin razón alguna.
Sentí vergüenza de seguir defendiendo a mi especie y acepté sus palabras con la cabeza agachada. El resto de nuestra conversación dio saltos entre diversos temas sobre la “cultura de la superficie” hasta que uno de tantos le orilló a mencionar a un secreto. Estábamos hablando sobre la crianza y sus diferencias entre especies hasta que tuvo que admitir que incluso ella había crecido bajo la influencia de un “progenitor”. Pregunté a qué se refería, pues hasta ese momento nunca le había oído mencionar nada de una familia. El tema le incomodó. Dijo que se trataba de “El rey del mar” y que era el padre de todas las sirenas, luego cortó de tajo la conversación a la vez que desaparecía en el fondo de las aguas. Esa fue la primera vez que escuché sobre lo que mora bajo las aguas, pero no sería la última.
Syphil no volvió a mencionar a su padre sin importar lo mucho que yo insistía en conocer más sobre su familia. Una semana después ella me pidió permiso para visitar mi mundo. Quería ver con sus propios ojos todo sobre lo que le contaba y que le diera un recorrido por los rincones de mi ciudad. Yo no tenía problema con eso, pero las habilidades de las sirenas parecían exceder cualquier capacidad humana y era extraño que necesitaran nuestro permiso para algo tan simple. Syphil lo había intentado hacer pasar como una pregunta educada, pero un instinto me dijo que había más detrás de sus palabras de lo que me hacía ver.
—¿Por qué necesitas mi permiso para venir? —pregunté sin reparos.
Ella pensó con cuidado sus palabras.
—Los humanos tienen más poder del que imaginan —fue todo lo que dijo.
Estuve a punto de aceptar, pero tuve el repentino pensamiento de aprovechar tal ocasión para exigirle que primero me mostrara su mundo. Al principio parecía inquieta por la idea, pues temía que yo no fuera capaz de comprender lo que sucedía en las profundidades del mar, pero aceptó con entusiasmo en cuanto le prometí que mantendría mi mente abierta.
Nadé mar adentro a su lado en el día en que acordamos hacerlo. Me estremecí en cuanto me reveló que un beso suyo sería necesario para proteger mi cuerpo terrestre de los estragos del océano profundo. Lo dijo con tanta seriedad que no pude pensar que tuviera alguna segunda intención. Me molestaba que algo tan íntimo y emocionante para mí fuera tan indiferente para ella, pero acepté por orgullo, pues no hallé una forma digna de expresarle mis sentimientos.
Sus labios rojos y carnosos me electrizaron en cuanto chocaron con los míos. El actuar de Syphil parecía desprovisto de cualquier intención romántica, pero las emociones que sentí en aquellos momentos no podían relacionarse con la amistad. Pronto me di cuenta que los efectos de sus labios sobre los míos no eran una simple reacción corporal, sino que también comenzaron a afectar mi estado mental, agudizando mis sentidos y dotándome de una plenitud que nunca había experimentado, tal como si la salud de la que siempre había gozado no fuera más que un malestar que ella con su beso hubiera aliviado.
Su hechizo me permitiría absorber oxígeno con la piel, esclarecería mi sentido de la vista en las profundidades, protegería mi cuerpo de la presión atmosférica y me daría la habilidad de deslizarme bajo el agua como si volara por los aires. Comprobé sus efectos en medio de un éxtasis adrenalínico, impulsado por corrientes marinas que yo creaba a voluntad mientras cruzaba vastas distancias oceánicas en cuestión de segundos, tras lo cual Syphil me sorprendió con otro beso. Quise despegarme de sus labios, ilusionado por comprobar si sus intenciones eran románticas, pero ella me aferró con sus brazos mientras su voz resonaba en mi cabeza. Me advirtió que su hechizo dependía de mi estado mental, por lo que cualquier exaltación prolongada sería mortal si ella no podía reaccionar a tiempo para salvarme. No solo ese razonamiento me ayudó a calmarme, sino también la breve parálisis que sufrí ante la sorpresa de su segundo beso.
Conforme descendíamos, Syphil fue explicándome más sobre los conocimientos de su gente sobre el mar. La clasificación humana del ecosistema marino era muy diferente a la de ellos, como es de esperarse. El “Neridión” es para ellos lo que los hombres consideramos como la zona litoral, esa área costera que divide la tierra de las profundidades, donde las más coloridas y vivaces criaturas abundan. Más adelante se halla el “Undalunis”, la zona más grande que divide los dos mundos oceánicos más relevantes para las sirenas.
Hasta ese momento yo había gozado deslizándome por el agua. La emoción de nuestro beso y aquellos paisajes que ningún hombre podría ver con sus propios ojos me alegraban como no tienes idea. Cuando avisté algunos tiburones retrocedí por instinto, pero Syphil los ahuyentó con un movimiento de sus manos. Luego se acercaron orcas asesinas, más grandes y horríficas de lo que los documentales las hacen parecer. Se meneaban de forma aborrecible sobre el agua, no muy diferente a como lo haría una serpiente marina de gran tamaño
De haber encarado solitario a aquellos cuatro horripilantes especímenes seguramente habría sucumbido al terror. Syphil consiguió apaciguarlos antes de que el estrés del momento rompiera con el hechizo que me permitía respirar bajo el agua. Los vi bailar a su alrededor durante un rato antes de que se unieran al mar del fondo y desaparecieran de nuestras vistas.
Es a partir de este punto que mi travesía se convierte en la horrible vivencia que motivó este relato. Syphil lucía tan radiante como en el primer momento que la vi, pero ni si quiera su belleza podía disminuir el horror de los abismos. Sé que lo comprendió rápidamente, pues pronto estaba intentando distraerme tanto con su mirada como con su dulce voz de lo que se ocultaba en las tinieblas. Podía ver luces parpadeantes y criaturas extrañas flotando a nuestro alrededor de vez en cuando, pero la oscuridad era tan abrumante que solo una especie de transe me permitió avanzar en aquella zona, pues por voluntad propia jamás hubiera continuado en aquel sendero de sombras y siluetas monstruosas entre los que solo la brillante cabellera de Syphil me guiaba como un pequeño faro.
Descendimos hasta lo que creo que era una cueva marina para luego seguir un laberíntico camino hasta las entrañas de la tierra. Syphil se movía con una destreza sumamente excepcional pese a la ausencia de luz, por lo que estaba claro que algún sentido diferente al de la vista la guiaba por aquel sitio.
Llegamos a un palacio submarino de tiempos inmemoriales, seguramente más viejo que nuestra especie y tal vez que muchas otras lejanas a nuestra aparición. Unas delgadas plantas luminiscentes que emergían del suelo me daban pistas sobre la apariencia de aquel sitio, pero la oscuridad me impedía apreciar muchos detalles sobre el mismo y solo con el tacto podía visualizar las extrañas formas que había en paredes y pisos. Syphil invocó un resplandor más poderoso en dichas plantas, susurrando su orden en una lengua extraña, hasta que mis ojos pudieron ver con cierta claridad los detalles del sitio al que me había metido para darme cuenta de su semejanza a un templo de adoración antiguo, pero lo que mis ojos divisaron estaba fuera de la comprensión humana. La arquitectura con que se construyó aquel sitio era muy distinta a cualquiera conocida por el hombre. Sus formas tridimensionales, extrañas y aparentemente aleatorias, parecían corresponder a una pequeña porción de algo mucho más grande, como si aquel templo hubiese sido construido para ser apreciado no solo por el interior o el exterior, sino también por ángulos y dimensiones que ningún humano sería capaz de visualizar.
La oscuridad del fondo se intensificó al mismo tiempo un instinto muy primitivo me alertaba sobre algo que se fundía con la oscuridad del abismo, una presencia abrumadora no solo por su colosal tamaño sino también por el poder desbordante que un sexto sentido me dejaba percibir.
Los oídos comenzaron a zumbarme, tal como si la magia de Syphil hubiera dejado de ser suficiente para proteger mi cuerpo de los devastadores efectos de la presión. Todos mis sentidos se nublaron, retrocediendo hasta el nivel arcaico de un ser humano normal, comenzando por la visión que empezó a reemplazar la luz con oscuridad y luego los oídos que comenzaron a captar un incesante rugido proveniente de las entrañas de la tierra, como si pudiera captar a través del agua a las placas tectónicas del planeta deslizándose milímetro a milímetro. La Syphil que yo conocía se esfumó entre sombras, dejando lugar a un rostro y figura envueltos en sombras y ajenos a la belleza con que yo la había conocido. Fue en esos momentos que ella pronunció los sonidos malditos que aún me persiguen hoy en día.
La hórrida impresión de lo que viví después rompió por completo con el hechizo que me protegía de las profundidades. Sentí a las aguas negras del abismo luchando por invadir mis pulmones y a la monstruosa presión del agua como cientos de brazos comprimiendo cada centímetro de mi cuerpo hasta reducirlo a una fracción de su tamaño original.
El próximo recuerdo que puedo rescatar de mis memorias es el de un intenso oleaje sobre mi cuerpo y varias personas arrastrándome con desesperación, entre gritos difusos y caras de angustia. No quise declarar al respecto, por lo que solo puedo confiar en los detalles ofrecidos por un periódico local sobre lo que me sucedió. Transeúntes declararon haberse cruzado conmigo en la orilla de las escolleras en una hora cercana al mediodía. Un vendedor ambulante declaró haberme visto nadando mar adentro hasta perderme entre las olas en una hora cercana a la una de la tarde. Luego aparecí flotando en altamar, cinco horas más tarde, con una fiebre intensa cuyos delirios me tenían murmurando palabras sin sentido según los pescadores que me encontraron. Dados los hechos comprobables y mi estado nervioso posterior, la gente llegó a la conclusión de que yo había actuado en medio de un estado psicótico inducido por drogas; mis temblores y tics nerviosos eran una consecuencia de algún síndrome de abstinencia y la forma en que evitaba preguntas al respecto solo confirmaba la vergüenza que sentía por mis adicciones. La gente creyó esta versión de los hechos, pues mis pocos amigos no eran lo suficientemente cercanos a mí como para defender mi reputación, y yo no tuve ánimos de contradecirlos. Desearía creer que es la verdad y que mi experiencia corresponde a los delirios de una mente trastornada, pero mi única adicción eran los libros y lo más cerca que estuve del alcohol fue al probar el mole poblano de las fiestas patrias en mi localidad.
La investigación que hice posteriormente le ha dado una nueva dimensión de horror a mi experiencia en aquel infierno abismal. Poco hay en la mitología humana que se refiriera al rey de los mares tal como yo lo vi, pero el Mortiscriptorium, escrito por el profeta griego Zephyr Nyxios, me ofreció la explicación que estaba buscando. El emperador romano Teonisio I prohibió tal libro en algún punto del año 390 d.C, quien le asignó su aborrecible nombre para alejar a la gente de sus páginas mientras sus súbditos se encargaban de desaparecerlo de la faz de la tierra. Pude encontrar fragmentos de tal libro maldito en el internet, aunque ninguno había sido traducido al español. En ellos encontré menciones a Los Ocho, las deidades que el hombre ha venerado a lo largo de su historia. El octavo correspondía a Jah, más tarde conocido como Yahvé, hoy Jehová, el dios cristiano cuyo culto es el más nuevo en la historia humana, así como otros de cuya existencia pocos humanos llegan a ser conscientes. Ahí fue donde encontré la información que buscaba sobre lo que mora bajo las aguas.
Justo antes del clímax de mi hórrida experiencia, en aquel templo olvidado por Dios, Syphil me reveló el nombre de su padre, pronunciando sonidos muy extraños cuya escritura en el Mortiscriptorium estaba conformada por una combinación de caracteres que aún era difícil de pronunciar pese a ser una traducción al latín.
Deslizándose por la pared del fondo hacia el suelo frente a nosotros, una sombra alargada serpenteó hasta encararme con su abominable aspecto. Su monstruosa cabeza era semejante a una cobra, pero las grotescas escamas que la adornaban sugerían que su origen era más antiguo que el de todas las criaturas conocidas. Sus ojos destellaban con la luz sulfúrea de los abismos, ventanas hacia dimensiones prohibidas de las que se desbordaba un poco de las épocas antiguas y malignas en las que se había engendrado. Su cuerpo serpenteante se ondulaba como una pesadilla hecha carne y su piel, un manto de sombras acechantes, resplandecía en un tono pálido y diáfano que parecía absorber la luz de manera voraz, pero que al acercarse me permitió ver los horribles detalles de su rostro, culminando mi más lúcida memoria de aquel momento con una hilera de dientes que no habían sido concebidos para satisfacer la necesidad de alimento, sino que parecían existir únicamente para aterrar a quienes los mirasen.
Nhagazharakatl, Dagón, aquella entidad abominable cuya presencia anuncia el fin de los tiempos en la mitología cristiana, el Leviatán del apocalipsis, padre de las sirenas, rey de las profundidades, el quinto de los ocho que han gobernado sobre los mortales, apareció frente a mí con la forma de una hórrida serpiente marina de colosales dimensiones. Un susurro gorgoteante emanó de sus fauces en cuanto cruzamos miradas, pronunciando su discurso en una lengua desconocida que resonaba en mi mente como el eco de condenas ancestrales. La presencia del Leviatán, tan cercana como la sombra de la perdición, desafiaba no solo la realidad tangible, sino la misma integridad de mi alma.
No estoy seguro de qué sucedió luego de que me desmayase de horror, ni quiero imaginar cómo es que la existencia de lo que mora en los abismos desafía el conocimiento humano actual. Solo no puedo evitar pensar en las verdaderas intenciones de Syphil al acercarse a mí en un primer momento. Tampoco entiendo lo que dijo sobre el verdadero poder humano ni por qué necesitaba mi permiso para pisar la superficie. Haber muerto en aquella tumba marina de tiempos ancestrales hubiera sido un destino más misericordioso que al que hoy me enfrento, pues el haber sido salvado me enloquece ante la idea de que mi existencia aún les sea útil a las horribles entidades de lo profundo y que de aquí hasta la muerte no dejen de perseguirme hasta completar sus planes. Lo peor de todo es que aún con todo lo que he vivido no puedo dejar de pensar en Syphil, pues su bella imagen me persigue todas las noches y su dulce voz me ruega entre gritos que regrese al mar. El terror de lo que viví aquel día ha alcanzado para impedirme que me arrastre de vuelta al elixir adictivo de sus labios, pero la atracción que siento por ella es tan fuerte que no sé por cuánto tiempo pueda mantenerme cuerdo antes de lanzarme al mar a buscarla y traicionar a la humanidad para servir a nuevas y hórridas causas.