La bruja de Cerro Alto

Soy un médico proveniente de la ciudad de Tampico. Cursé mi licenciatura en la Universidad Autónoma de Nuevo León y tuve la fortuna de trabajar en el sector privado hasta que la peste del 2020 arruinó mi vida en más de un sentido. No deseo compartir nada sobre aquella etapa de mi existencia, salvo por el hecho de que ser repartidor de comida y chofer de Uber fue mi salvación durante varios meses. La fortuna volvió a sonreírme cuando cruzó mi camino con el de una oferta de empleo muy especial, gracias a la cual hoy sigo ejerciendo mi profesión, pero que también me ha acercado a la historia que estoy a punto de compartirles.

¿Ustedes creen en la brujería? Mi formación profesional y educación objetiva me impedían pensar en algo más allá de lo que se podía percibir con nuestros sentidos o comprobar en los laboratorios. Mi escepticismo sobrevivió hasta después de mi egreso de la facultad, pero fue derrumbándose conforme la cercanía con los pueblos marginales donde yo ejercía la medicina me permitió vivir de primera mano las supersticiones de la gente.

Soy parte de una clínica ambulante. Mi trabajo consiste en viajar por todo el país ofreciendo servicios médicos a las comunidades más necesitadas. Es una iniciativa del gobierno con financiamiento del sector privado. Sé que hay otras 12 clínicas ambulantes y al menos 30 médicos como yo viajando por todo México. Mi clínica es la más pequeña y se reserva para visitar los lugares más recónditos del país. Consiste en 3 caravanas adaptadas, una como dormitorio, otra que funciona como consultorio y la última que sirve para exámenes físicos que requieren más privacidad; dos choferes, un enfermero y otro médico que me acompaña. Comunidades de Chiapas, Guerrero y Oaxaca figuran con frecuencia en nuestro itinerario, pero ninguna ha sido tan enigmática como Cerro Alto, Veracruz, que no aparece en ningún mapa y solo algunos pocos hombres fuera de tal pueblo saben cómo llegar a tal sitio. Supimos de su existencia a finales de 2021 gracias a la solicitud de un miembro de su comunidad para que los visitásemos, pues una extraña epidemia estaba afectando a los niños. La primera vez que viajamos a Cerro Alto nos reunimos con un matrimonio en las afueras de Llano Medio, Veracruz, donde existe un hospital comunitario que ya conocíamos. Desde ahí seguimos su camioneta por carretera nacional hasta que nos desviamos en algún punto más allá de Colotlán, metiéndonos en terreno pedregoso más parecido a llanura que a camino.

No puedo dar más indicaciones, ni las daría aunque pudiera. Ni si quiera los mapas de Google marcan tal sitio como la comunidad que es y solo las imágenes satelitales nos pueden ofrecer un muy ambiguo vistazo de lo que es Cerro Alto, si es que sabes a dónde mirar.

El camino a tal sitio ya de por sí era bastante fantasioso. Conforme avanzábamos, la vegetación iba adquiriendo un tono de verde más brillante del que creía posible, el cielo se fue despejando y los árboles parecían engrosarse hasta alcanzar tamaños inusuales. Era como entrar a un México previo a la época de la conquista, un lugar al que la mano del hombre no pudo dominar por completo y que se mantuvo casi intacto desde antes que los españoles pusieran un pie sobre el continente. Tuve la sensación de que al salir a explorar en los alrededores me encontraría con nuevas especies de plantas, pero me abstuve de comprobarlo por miedo a que también se hallasen nuevas criaturas al acecho.

La naturaleza ofrecía un espectáculo muy atractivo por donde se mirase, pero nada llamó nuestra atención tanto como una lejana cicatriz en las cordilleras que conformaban a la Sierra Madre Oriental. Aquella marca se hacía más grande, profunda y oscura conforme nos acercábamos. Era una caverna tan grande como las puertas de un palacio, ubicada a gran altura y adornada por un relieve rocoso que se fundía con su interior. Todos coincidimos en que embellecía la cordillera, pero de alguna forma nos sentíamos intimidados por su presencia, pues la oscuridad del fondo nos provocaba escalofríos y su tamaño era tal que podíamos verla desde cualquier lugar en muchos kilómetros a la redonda. No hablamos más de ella en aquel día, aunque yo nunca dejé de mirar en su dirección.

Todas las comunidades a las que visitamos por primera vez suelen ser bastante desconfiadas de nuestras intenciones, por lo que ya estábamos acostumbrados a lidiar con aquello, pero los habitantes de Cerro Alto apenas se esforzaban por ocultar el repudio que sentían al tenernos en sus tierras, algo que pude ver tanto en sus rostros como en los incómodos silencios que ocurrían mientras intentábamos congeniar con ellos. Nos sentimos desplazados desde el primer momento, pues ni bien llegar nos hicieron una “limpia”. Ya habíamos pasado por situaciones similares en otros lugares. Hierbas sobre tu cuerpo, humo sobre tu cara y algún escupitajo a presión del chamán en turno eran los procedimientos habituales, pero aquello que nos hicieron en Cerro Alto parecía más bien un ritual de épocas prehispánicas. Un brebaje de un sabor que no soy capaz de describir, aromas que no puedo relacionar a ningún otro olor y unas hierbas extrañas, con hojas como estrellas de mar y tallos rasposos, deslizándose sobre nuestras articulaciones como si nos fueran a amarrar con ellas fueron los elementos más llamativos de aquella tarde. Posteriormente nos vendaron los ojos y quemaron algo que desprendía un aroma aceitoso que me recordaba tanto al pescado como al carbón, luego nos hicieron apretar las cenizas resultantes con la palma de nuestra mano derecha. El dolor que sentí por la quemadura me hizo abrir el puño, pero la señora que hizo el ritual apretó mi mano para evitar que los soltase. No quisieron hablar mucho sobre lo que acabábamos de hacer y se limitaron a afirmar que era una protección contra lo que moraba en sus tierras. Los habitantes de Cerro Alto parecieron más relajados desde que nos vieron andar con esa quemadura de primer grado en la palma de nuestras manos, pero mantuvieron su actitud reservada a la hora de interactuar directamente con nosotros. Esto continuó así incluso cuando comenzamos a investigar la enfermedad que aquejaba a los niños de su comunidad y su trato no mejoró hasta que los pequeños evolucionaron positivamente con nuestros tratamientos.

Era una infección fuerte la que estaba afectando a los niños desde principios de año. Algunos ya habían muerto, pero la mayoría de los enfermos pudo controlarse con un té cuyo ingrediente principal jamás nos aclararon. Al notar la gravedad de las infecciones me sorprendió que no hubieran muerto todos y me pregunté qué tan efectivo había sido su remedio casero. Esa epidemia constituye un caso clínico muy interesante para cualquier médico, pero no es lo que me ha inspirado a compartir esta historia, sino lo que ocurrió más adelante.


La organización social de Cerro Alto era de las más peculiares y aisladas que nosotros habíamos podido conocer hasta entonces. Predominaban los trueques en su comercio y reservaban la moneda nacional para cuando se hacía imprescindible adquirir algo del exterior. Enfrentaban la escasez de algún recurso en conjunto mientras aceptaban la riqueza individual, pues sabían que eventualmente se repartiría entre todos. No había tal cosa como un gobernador o cargos públicos, aunque la vejez y la capacidad jugaban un papel importante en la influencia de cada persona o familia sobre la comunidad. El único cargo que fui capaz de identificar con total claridad fue el de don Arnulfo Arriaga, al que solo puedo describir como el líder de Cerro Alto. Era un hombre de unos 60 años, sumamente fornido para su avanzada edad, muy reservado y con una mirada pesada que imponía respeto, pero educado y amable hasta donde pude ver. Más adelante nos enteramos que había sido él quien nos contactó para que ayudásemos a su comunidad. Su decisión iba contra la voluntad de la mayoría de su gente, pero estos nos aceptaron, o más bien nos toleraron, por el respeto que le tenían a tal hombre.

La mayor parte de nuestro trabajo en Cerro Alto consistió en monitorear de cerca la evolución de la enfermedad en los niños para poder irnos con la seguridad de que ya no necesitarían nuestra intervención. Nuestra estadía en cada pueblo al que visitábamos era de una semana en promedio, pero tardamos casi tres trabajando en Cerro Alto. Fue en ese lapso del tiempo que la gente comenzó a acostumbrarse a nosotros, un cambio que pudo lograrse principalmente gracias a nuestros choferes. El señor Antonio era un handyman que trabajó durante muchos años en Estados Unidos y el señor José era un ex-policía cuya jubilación no le parecía tan emocionante como a otros y por eso se había buscado un ingreso extra. Los dos eran todólogos que de cuando en cuando nos enseñaban cosas útiles, especialmente sobre mecánica de autos o electricidad, por lo que nos constaba lo útiles que podían resultar en cualquier sitio. Fueron ellos los que con su alegre actitud y vasta experiencia fueron limando las asperezas entre la gente de Cerro Alto y nosotros hasta el punto en que las convivencias se hicieron disfrutables y más de una sonrisa se cruzaba con las nuestras a lo largo de los días.

Nuestras visitas posteriores sucedieron según el itinerario habitual, cada dos o tres meses aproximadamente. La enfermedad que aquejaba a los niños —una inflamación pulmonar causada por infección— disminuyó notablemente luego de que hubiéramos intervenido. Nada relevante puedo mencionar de aquello desde la perspectiva médica, excepto por la forma tan agresiva y selectiva con que la enfermedad atacaba a los más jóvenes. Días antes de los primeros casos, Cerro Alto se había enfrentado al residuo torrencial de una tormenta originada en el Golfo de México. El descenso en las temperaturas, la humedad del ambiente y las condiciones de pobreza en la comunidad fueron la mejor causa a la que pudimos atribuir la enfermedad, aunque no explicaba por qué solo afectaba a los niños. Nuestro expediente de casos clínicos atribuye la epidemia a dicho razonamiento, pero los habitantes de Cerro Alto tenían una teoría tan irracional que me costó trabajo mantener una postura profesional en cuanto llegó a mis oídos. Decían que la enfermedad se debía a una maldición latente que aquejaba a la comunidad desde mucho tiempo atrás. Primero lo escuché como murmullos entre las personas, pero el carisma y mente abierta del señor Antonio nos permitieron oír la historia de la propia boca del patriarca.

El evento del que nos hablaron había ocurrido varias décadas antes, en una época en que don Lázaro Arriaga, abuelo del señor Arnulfo, era el líder de Cerro Alto. Un poderoso estruendo proveniente del cielo había despertado a todos en una madrugada de fin de año, seguido por una luz tan brillante que convirtió la noche en día durante algunos segundos. Para cuando los vecinos salieron a ver lo que sucedía, una esfera envuelta en intensas llamas dibujó un arco en el cielo antes de impactar contra la gran cordillera, lo que viene siendo una parte de la Sierra Madre Oriental. Muchos de los hombres de la comunidad se armaron de lo que pudieron, entre machetes, palas, horcas y alguna que otra arma contemporánea de la revolución mexicana, para luego montar sus caballos e ir a investigar lo que había caído sobre sus tierras.

Conforme avanzaban, un hedor metálico fue descendiendo de la montaña. Nadie de aquella época fue capaz de describir con precisión el olor que había invadido sus narices, aunque varios de los testimonios coincidían en relacionarlo con una especie de aroma metálico nauseabundo que recordaba a la sangre. Tan extraña era la sensación que muchos terminaron sufriendo mareos intensos, tal como si sus mentes hubieran colapsado intentando comprender lo que llegaba a sus narices. No pocos hombres de los que iban ascendiendo por la montaña se tragaron su orgullo para admitir que ya no podían continuar con la travesía, mientras el resto consiguió reunir el coraje suficiente para llegar hasta las últimas consecuencias del asunto. Nada se sabe sobre la relación entre el aroma y su efecto sobre quienes lo percibían, pero solo niños pequeños, animales y unos pocos ancianos fueron capaces de resistir o hasta ignorar el aroma que a otros les quemaba la tráquea.

Al acercarse al lugar del siniestro, un fuego se intensificó en la lejanía, tal como si una explosión hubiese ocurrido, y un resplandor enfermizo es esparció hasta invadir una gran parte de la cordillera. Al acercarse se dieron cuenta de que el origen de tal luz era un fuego frío que se esparcía sin quemar y que tampoco producía gases de ningún tipo. Tales propiedades ya eran extrañas de por sí, pero el compendio de testimonios sobre aquella experiencia coincide en que lo más llamativo era el color de las llamas. Todos estaban de acuerdo en haber percibido su tono azulado, pero aseguraban que tenía una propiedad horripilante que en nada podía relacionarse con algo de este mundo. Ninguno de los hombres que escaló la montaña esa noche creía que el fuego realmente tuviera aquella tonalidad. Sentían como si sus ojos estuvieran reemplazando una luz incomprensible con un color familiar, aunque sin lograrlo por completo. Mientras el fuego natural baila y crepita sobre las superficies que invade, aquel de esa noche solo vibraba y emitía un chillido agudo de muy baja frecuencia que se incrustaba en sus cabezas. Don Arnulfo intentó complementar sus descripciones con otros ejemplos que le habían compartido los ancianos de su época, pero ninguno de ellos consiguió esclarecer lo que intentaba explicarnos, ni parecía que él mismo pudiera comprender lo que nos transmitía.

Don Lázaro, el patriarca de aquella lejana época, consiguió llegar al lugar del siniestro con seis de los hombres más duros de su comunidad. El objeto que estaban buscando había impactado tan profundamente en la montaña que había creado una extensa y penumbrosa cueva cuya única luz era el rastro de aquel fuego aborrecible de color azul pálido. Los hombres se armaron de una valentía digna de respeto, pero fácilmente confundible con insensatez, solo para encontrarse con que el fondo de la cueva, tan helado como en una intensa época de invierno, estaba vacío. Podían ver que un objeto masivo de forma esférica había golpeado con fuerza la tierra, pero al llegar solo pudieron notar una pequeña masa, incrustada en el suelo, que resplandecía con esa tonalidad irreconocible. Dicha cosa estaba enterrándose en la montaña, tal como si fuese un ácido carcomiendo la tierra. Apenas pudieron notar su existencia por unos segundos antes de que aquello emitiera un destello enceguecedor seguido por un chillido horripilante.

Los hombres despertaron horas más tarde en la ladera de la montaña, con la cabeza adolorida y la mente en blanco. Solo tras varios días lograron recordar fragmentos de lo que habían experimentado, aunque poco pudieron y quisieron reconstruir de aquella noche. Parecía el fin de un episodio horripilante, pero semanas después comenzaría un periodo de histeria colectiva en el que a través de pesadillas una entidad sin forma les advertía, con una voz estruendosa, sobre el mal que había caído sobre sus tierras y la forma en que devoraría lo que estuviera a su paso. Las personas más perceptivas llegaron a revelar que aquella voz les empujaba a escarbar con sus uñas la montaña y arder con ella, pero la intensidad de esos sueños escaló hasta tal punto que dichos individuos terminaron por morir infartados con un rigor mortis difícil de explicar, enterrando las uñas en las sábanas y arqueando la cabeza casi hasta romperse el cuello, tal como si hubiesen muerto en aquel fuego infernal con el que soñaban. Doña Pilar, la esposa de Don Lázaro, una mujer sumamente religiosa, fue la que más sufrió y resistió de aquellos episodios y la que mejor pudo explicar lo que sentía. Dijo que la voz estruendosa le hablaba, que podía oírle y entenderle, pero no eran palabras las que llegaban a sus oídos, sino órdenes que se incrustaban en su mente. La presencia deseaba que ardiera el pueblo y la montaña, decía. Era una entidad al servicio del Diablo —Lucifer, Belcebú, Satanás o como quiera llamársele—, una bruja cuyo poder acumulado por siglos le permitía acosar de aquella forma a los habitantes de Cerro Alto. Doña Pilar se refugió en su fe en Dios para soportar el asedio de aquella entidad sobre su mente. Si alguna divinidad realmente la protegió, o si la esperanza que le brindaba su fe le dio las fuerzas para resistir, es algo que no puedo asegurar. La señora vivió por algunos años más hasta que un infarto la atacó cuando cuidaba sus vacas, una muerte pacífica hasta donde se sabe.

Los delirios colectivos más intensos acabaron tras algunos meses, pero los rumores sobre una maldición en Cerro Alto surgieron desde entonces, un mal que cada año parecía intensificarse por la acción sigilosa de la bruja a la que tanto temían. Primero la fertilidad de la tierra comenzó a disminuir, luego el agua de los pozos empezó a adquirir un sabor metálico y luego los animales comenzaron a perderse con mayor frecuencia, pero lo peor de todo eran las bolas de fuego que sobrevolaban la cordillera en noches penumbrosas, danzando sobre las laderas cercanas al lugar del impacto. Los habitantes de Cerro Alto decían escuchar chillidos agudos, tal como risas o cánticos de idiomas desconocidos que molestaban los oídos pese a su bajo volumen. Desde siempre hubo hombres valerosos dispuestos a plantarle cara a lo que sea que anduviera merodeando en la cordillera, pero al final nadie se atrevía a dar un paso en aquella dirección.

Esa fue la historia que escuchamos en la sala del patriarca. Noté que al terminar Don Arnulfo parecía interesado en oír nuestros comentarios, como si estuviera esperando que compartiésemos alguna solución o explicación que a ellos no se les hubiera ocurrido, pero ninguno de nosotros fue capaz de hacer más que expresar asombro. Al salir, Don Arnulfo nos señaló una lejana caverna de la montaña, la misma que nos llamó la atención al llegar a Cerro Alto, ya de por sí tétrica, añadiendo que se hacía más grande con el paso de los años y que su sistema de cuevas también parecía evolucionar, como si alguien lo excavase en secreto.


Cuando nuestra labor concluyó en aquellas remotas tierras, nuestro consultorio ambulante volvió al itinerario ocupado al que estábamos acostumbrados, pero durante las siguientes semanas apenas pudimos hablar de algo que no fuera Cerro Alto. Los señores Antonio y José, como adultos pertenecientes a una época diferente a la nuestra, se sintieron atraídos de inmediato por la creencia de que era una Bruja la que había caído sobre la Sierra Madre Oriental. Los lugareños estaban seguros de ello, aunque desconocían la clase de poder poseía aquel ser caído, ni eran capaces de adivinar sus verdaderas intenciones. El terror los tenía dominados, pero el amor por sus tierras les impedía huir. Nosotros los jóvenes —Daniel, el otro médico, Mateo, el enfermero, y yo— nos manteníamos escépticos ante tal teoría. Mateo reconoció entre burlas la existencia de mujeres malvadas al servicio de malignos propósitos, pero todos estábamos de acuerdo en que vender tu alma al Diablo, volar por los cielos envuelto en llamas y acumular poderes místicos que desafiaban las leyes físicas estaba fuera de cualquier capacidad humana. Nuestra mejor suposición era sobre el impacto de un objeto estelar, siendo esta una hipótesis que explicaba algunos de los elementos más llamativos de aquella historia que nos habían compartido. El estruendo que escucharon pudo ser una explosión sónica causada por una aceleración impresionante del objeto, mientras que el resplandor posterior pudo ser el mismo objeto incendiándose al entrar en nuestra atmósfera. El fuego igualmente pudo haberse originado gracias a un elemento químico residual proveniente del espacio, algo cuya reacción con las altas temperaturas invocase la tonalidad azulada que todos percibieron. La baja temperatura del fuego era difícil de explicar, aunque nos sentimos inclinados a pensar que tanto la ignorancia de los lugareños como el impacto del momento les hizo relacionar las heladas brisas nocturnas de la cordillera con el fuego. La poca fertilidad de las tierras, por otro lado, pudo deberse a alguna contaminación de las tierras, lo que a su vez le daba un mal sabor al agua de los pozos. Lo demás lo atribuíamos a una histeria colectiva cuyos efectos pudieron extenderse gracias al miedo que una generación infundió sobre las posteriores.

Tal conclusión a la que llegamos mataba cualquier rasgo fantástico de la historia, aunque no dejamos de sentirnos fascinados por lo ocurrido ni pudimos ocultar nuestras ganas de investigar la cueva del impacto para ver si podíamos rescatar alguna pieza residual de mundos lejanos.

La siguiente ocasión en que visitamos a Cerro Alto fue en Agosto de 2022, casi un año después de nuestro primer contacto. Regresamos habiendo acordado escabullirnos un día de aquellos para explorar la cordillera. El destino me arrastraría a hacer exactamente eso, pero aquello que moraba en las entrañas de la tierra estaba lejos del descubrimiento astronómico que yo esperaba que fuera y planteó preguntas que aún hoy perturban mis noches.

En cuanto llegamos a Cerro Alto, poco antes del amanecer, supimos que algo andaba terriblemente mal. Un silencio pesado fue el único en recibirnos en aquella ocasión. Tan extraño nos parecía que no tardamos en salir a tocar puertas que nadie respondió. Fue Mateo el primero en atreverse a perturbar la privacidad de la gente asomándose por las ventanas. Gracias a él comprobamos que las casas estaban completamente vacías. Avanzamos cada vez más impacientes por encontrar signos de vida, pero todas las casas habían sido abandonadas. El pueblo parecía vacío. Algunas ventanas estaban rotas y había signos de violencia en algunas paredes. Al empujar una puerta mal cerrada, Daniel se encontró cara a cara con una enorme rata que se lanzó a atacarlo. Sus reflejos alcanzaron para contener las mordidas en la suela de sus tenis, pero tuve que ayudarle a quitarse el furioso animal con mis patadas. La primera que acerté hizo que la rata cayese al suelo, momento en el que noté unas venas inflamadas en su cuerpo que habían crecido hasta asemejarse a tumores. Su color era un azul verdoso. Un vistazo oportuno también me permitió ver que sus ojos estaban inyectados en el mismo color. La rata reaccionó con rapidez, por lo que no tuve más remedio que lanzarla a los matorrales con una segunda patada, ante lo cual desapareció de nuestras vistas.

Al avanzar descubrimos, gracias al susurro de alguien tras una ventana, que la gente se estaba refugiando en el almacén del pueblo, un edificio grande donde guardaban las reservas de sus cosechas, que cada año eran menores. El lugar estaba lleno de familias alteradas con padres calmando a sus hijos y unas pocas personas moviéndose entre el gentío para traer agua, comida o sábanas a quienes lo necesitasen. El patriarca se apresuró a saludarnos en cuanto notó nuestra presencia, preocupado por lo que sea que pudiéramos haber visto en el pueblo. Las personas a nuestro alrededor se alteraron en cuanto nos escucharon mencionar a la rata que descubrimos. Don Arnulfo lamentó lo que nos había pasado, pero agradeció a Dios que no hubiera otras bestias cerca para cuando llegamos. Preguntamos la razón de todo aquel comportamiento tan extraño del pueblo. Seguro era algo que por orgullo hubieran preferido mantener en secreto, pero dadas las circunstancias el patriarca no tuvo más remedio que revelarnos los terribles sucesos que habían desembocado en la destrucción del pueblo y la creación de aquel refugio improvisado.

Resultó ser que Cerro Alto había sido asediado por ataques animales sin precedentes. Las primeras agresiones habían sucedido en torno a las 3 de la mañana, cuando unos insistentes arañazos sobre ventanas y puertas despertaron a los más vigilantes miembros de cada familia. Ratas, ardillas y otras criaturas de tamaños similares eran los que rondaban por las casas. Los lugareños apenas eran capaces de ver sus sombras moviéndose en la penumbra, pero todos alcanzaron a percibir un aroma nauseabundo cuya descripción variaba entre cosas como agua estancada, óxido y frutas podridas. Más adelante el problema evolucionó con animales más grandes como zorros y lobos, que terminaron por despertar a la mayoría de las personas con sus insistentes golpes a las ventanas. Lo que siguió a continuación fue un horror que cada uno vivió a su manera. El asedio de las criaturas fue tan severo que pronto comenzaron a allanar las primeras casas, causando pánico y esparciendo gritos de auxilio que pronto inundaron todo el pueblo. Al mirar a nuestro alrededor nos dimos cuenta de las consecuencias de tal ataque, pues rasguños y mordeduras rebosaban por donde quiera que observásemos. A pesar de eso, los lugareños tuvieron la fortuna de haber encarado a criaturas inusualmente débiles, pues ni si quiera los lobos habían logrado causar sangrados que motivaran mucha preocupación. Las familias lograron deshacerse de sus atacantes y se movieron instintivamente hacia el centro del pueblo, donde se les ocurrió convertir el almacén en su refugio. Un enorme jaguar se hizo presente entre la multitud de bestias enloquecidas para cuando ya estaban resguardándose en el sitio. Parecía más interesado en gruñir que en atacar, pues persiguió a una joven madre y su hijo por varias calles sin hacer más que enseñar los dientes, pero su imponente presencia perturbaba a casi todos los lugareños sin importar qué tan seguro pareciera el almacén. Así se mantuvieron durante horas mientras el asedio de las bestias continuaba, incluso cuando los sonidos se detuvieron y todo afuera parecía más tranquilo.

Atendimos a los heridos como nos fue posible. Limpiamos heridas y controlamos algunos ligeros sangrados. También sugerimos que todos se vacunasen contra la rabia, pues esa era la única enfermedad que explicaría lo sucedido, pero nadie quiso creernos ni pudimos ver señales que apoyasen nuestra hipótesis.

Mientras hacía mis labores, un niño de ocho años habló conmigo. Había sido él y su madre quienes fueron acosados por el jaguar. Insistió mucho en haberle visto unos ojos de color azul y cosas “como garrapatas” aferrándose a su lomo. La madre aseguró que aquello era alguna clase de malentendido, pues esa era la mejor forma de calmar las inquietudes de su hijo, pero lo cierto era que ella había estado demasiado preocupada por el bienestar de ambos como para prestar atención a la apariencia del animal.

Tal anécdota me recordó a los ojos azulados y enfermizos de la rata que nos había atacado, así como los tumores que rodeaban su lomo, pero yo había sido el único en notarlo y con nadie pude hablar al respecto. Para el amanecer todo se había calmado. El patriarca y algunos hombres salieron con cautela para explorar la zona. Esperamos impacientes por su regreso hasta que nos confirmaron que todo estaba bien. Los animales de corral estaban estresados y el que algunas cercas estuvieran destrozadas había provocado que una tercera parte de ellos hubiera desaparecido, pero el resto se encontraba bien.

Durante los días siguientes recibimos la noche con cautela, pues temíamos que el asedio nocturno regresara con mayor fuerza. Los primeros días algunos lugareños lograron avistar actividad animal en los alrededores del pueblo, aunque ningún ataque ocurrió desde entonces. No puedo decir que las cosas se normalizaron en Cerro Alto, pues en las semanas posteriores recibimos algunos casos de delirios febriles en los adultos que habían sufrido lo peor de aquella noche. Estos delirios ocurrían mayormente en medio del sueño y se relacionaban a ataques de pánico donde contracciones musculares, gemidos de dolor y frases inconexas dominaban a los individuos por varios minutos antes de recuperar la consciencia. No pudimos relacionar dicho estado a un padecimiento que no fuera mental, por lo que poco o nada podíamos hacer cuando estos casos se presentaban. Ahí fue donde entraron los más viejos de la comunidad, quienes con tés, caldos de hierbas extrañas, oraciones y marcas de ceniza en la piel consiguieron aplacar la intensidad de los delirios.

Al término de nuestra estadía nos fuimos de Cerro Alto esperando que la situación mejorara para cuando regresáramos, pero el destino nos empujaría a descubrir que los horrores que acechaban tan tranquila comunidad eran más reales de lo que estábamos imaginado.


Para cuando volvimos a Cerro Alto, en Diciembre de 2022, la maldición de aquellas tierras había escalado hasta proporciones apocalípticas. El pueblo era un auténtico caos en cuanto lo divisamos en la lejanía. Los adultos deambulaban con la mente en blanco por las calles. Intentamos hablar con algunos, pero solo reaccionaban de forma violenta cuando interrumpíamos su andar, por lo que caminamos por todo el pueblo hasta hallar a alguien cuerdo. El almacén, primer sitio en el que quisimos revisar, estaba vacío. La mayoría de las casas estaban deshabitadas y casi todos los adultos que nos encontrábamos se comportaban como si hubieran perdido la cabeza, arrastrándose por el suelo, intentando derrumbar paredes con el pecho o hasta quemándose los ojos mirando directamente al sol. Habíamos intentando ayudar a todos los que se cruzaban en nuestro camino, pero dejamos de meter las manos cuando comenzaron a recibirnos con agresiones. Nos limitamos a evitar que se hicieran daño para luego seguir nuestro camino.

En la iglesia encontramos a un pequeño grupo de adultos normales, aunque muy alterados por la situación que se vivía, junto a todos los niños y adolescentes de la comunidad. Fue Dolores, una campesina solitaria, quien nos reveló lo que había sucedido. Días antes, Don Arnulfo comenzó a sufrir visiones donde se le fue revelado lo que debía hacer para salvar a su gente. Al principio compartió esto temeroso de que lo tomasen por loco, pero se olvidó de sus reservas cuando las preocupaciones comenzaron a consumirlo y su mirada se perdía constantemente en algún rincón del horizonte. Más tarde mucha gente comenzó a tener delirios similares, aunque su estado empeoró terriblemente con el pasar de los días. Primero murmuraban cosas sobre la cordillera, luego gritaban con terror sobre una entidad que estaba naciendo de las entrañas de la tierra. Más adelante sus mentes se fueron degenerando hasta que apenas podían murmurar incoherencias y raras veces se acordaban de comer, beber o dormir. Algunas personas habían caminado hasta perderse en las entrañas del bosque circundante y otras habían tomado sus vidas metiendo la cabeza en baldes de agua en medio de la noche. El patriarca había recuperado suficiente de su lucidez como para ayudar un poco en aquella situación, pero esa mañana del día en que llegamos había amanecido gritando sobre su deber en la montaña, luego se escabulló mientras un montón de pobladores sufrían de un repentino ataque de histeria.

Le ayudamos a Dolores y a Juan, su esposo, a controlar la situación. Llevamos a la gente a la iglesia, donde con rezos e infusiones cuyo aroma nos golpeaba como adrenalina logramos devolverle algo de lucidez a algunas personas. Ahí fue cuando escuchamos de primera mano sobre los delirios que aquejaban a los habitantes de Cerro Alto, donde humanoides envueltos en sombras e hilos negros que devoraban mundos distantes se repetían constantemente.

Cuando preguntamos por las visiones del patriarca, Dolores y Juan se abstuvieron de aclarar los detalles. Supongo que ya intuían nuestro escepticismo, encontrándolo ofensivo para sus creencias, pero tras nuestra insistencia logramos que nos confesaran algo de lo que el patriarca les había compartido cuando aún conservaba algo de su cordura. Al principio nos compartieron fragmentos aleatorios de memorias lejanas donde voces, paisajes y aromas familiares abundaban. Más adelante, cuando estuvieron seguros de nuestra disposición a escuchar, procedieron a revelarnos el más increíble de todos aquellos delirios, uno en el que Don Lázaro Arriaga —ancestro de don Arnulfo y antiguo patriarca de Cerro Alto— repetía a su bisnieto con vehemencia sobre la importancia de detener a la bruja. Los fragmentos de los delirios en los que Don Lázaro aparecía estaban llenos de sensaciones abrumadoras y un paisaje sideral muy distinto al que podía verse desde la Tierra. Hablaba un lenguaje desconocido, pero la voz estruendosa que resonaba en la cabeza del patriarca le hacía entender de alguna forma su mensaje, tal como si sus palabras viajasen por medio de puras vibraciones.

La pura idea de hallarse atrapado por horas en ese espacio imaginario ya me parecía inquietante, pero la explicación de lo que sucedía con Cerro Alto superaba el impacto de cualquier delirio. La bruja estaba alimentándose de todo lo que había a su alcance, según don Lázaro. Quería drenar la energía elemental que componía a la materia hasta que su estructura se derrumbase, convirtiéndolo todo en polvo. Estaba claro que esas palabras y conceptos eran ajenos a la comprensión de gente tan humilde como la de Cerro Alto, pero las repitieron con tal seguridad que ya no pude dudar sobre el mensaje del antiguo patriarca.

Tras haber confesado la visión que había tenido, el estado de don Arnulfo fue mejorando casi hasta recuperar por completo su lucidez. Aquella mañana, sin embargo, amaneció dando un grito desgarrador tras el que tomó un machete y se fue corriendo hacia la montaña. Quisieron ir tras él, pero la situación caótica del pueblo les obligó a concentrarse en prestar tanta ayuda como fuera posible a sus vecinos enloquecidos.

Nuestro equipo continuó ayudando a controlar la situación, pero pronto acordamos que alguien debía aprovechar una de nuestras caravanas para buscar a don Arnulfo. Fue el señor Antonio, el campesino Juan y yo quienes fuimos tras la pista del patriarca, cuya ubicación solo podíamos adivinar que era cercana a la misteriosa cueva que lo había comenzado todo.

La guía del señor Juan nos sirvió para avanzar lo más rápido posible en nuestra camioneta. Pudimos ver a don Arnulfo escalando la montaña con desesperación, severamente entorpecido por alguna condición motriz que yo nunca había visto antes, tal como si hubiese olvidado cómo controlar cada una de sus extremidades de forma coordinada y se estuviera esforzando por recordarlo. Saltamos para ayudarle lo antes posible pensando que estaba sufriendo de algún derrame cerebral, pero nos sorprendió con una lucidez que contrastaba con sus habilidades motoras. Negó estar mal y hasta nos empujó cuando intentábamos levantarlo, mostrando ese característico orgullo de un hombre de rancho que no permite que se le reconozcan las debilidades. Continuó negándose a recibir ayuda mientras se adjudicaba la responsabilidad total por ayudar a su gente hasta que una visión más le hizo clavar los ojos en el cielo.

Murmuró palabras que ninguno de nosotros pudo reconocer. El señor Juan sugirió que tal vez estaba conversando, pero tanto el señor Antonio como yo estuvimos de acuerdo en que sus frases —breves y compuestas por palabras cortas— se asemejaban más a las respuestas de un interrogatorio que a una charla. “Sí, está bien”, fueron las últimas y más claras palabras que le escuchamos decir antes de que sus ojos volvieran a enfocarse en la realidad. Lo que a continuación nos contó me cuesta aceptarlo aún hoy en día, tras haber visto lo que vi, pues el contenido de sus palabras desafía nuestra comprensión del mundo y plantea interrogantes en las que no quiero pensar ni mucho menos deseo descubrir sus respuestas. La lucidez con la que nos habló don Arnulfo, además, era tan indiscutible que ninguno de los tres testigos pudimos atrevernos a cuestionarlo y acatamos sus instrucciones como si hubieran sido órdenes. Su discurso palideció al final, antes de que una repentina rigidez y un rostro de agonía lo invadiesen por completo hasta paralizarlo. Ambos señores —Juan y Antonio— se dirigieron hacia la cueva del desastre con algo de madera que recolectaron en el camino con un machete y el encendedor que el señor Antonio siempre llevaba en su bolsillo trasero para prender sus cigarrillos.

Yo me quedé para intentar salvar a don Arnulfo, pero mis esfuerzos fueron en vano, pues el mal que lo aquejaba era ajeno a toda solución médica. Su mente y su cuerpo parecían hundirse más conforme el tiempo avanzaba, pero durante su último aliento consiguió reunir suficientes fuerzas como para decir sus últimas palabras.

 “Fuego intenso… purificar… de la montaña”. Eso fue todo lo que al principio fui capaz de escuchar con el puro sentido auditivo. Don Arnulfo estaba tan débil que apenas fue capaz de emitir sonido alguno, pero ver sus labios y recordar que su discurso delirante daba rodeos sobre ciertas palabras clave me permitió reconocer lo que quería decir. Para entonces unos gritos de alerta en el exterior marcaron el último latido de don Arnulfo y robaron por completo mi atención. Al salir a ver de qué se trataba, pude ver a los señores Juan y Antonio corriendo hacia la caravana. Me dijeron preocupados que el fuego no había servido. La cueva poseía vegetación seca cuya naturaleza ninguno se atrevió a describirme, pero el fuego no se propagaba por ella a pesar de que parecía sumamente inflamable tanto al tacto como a la vista. Además, estaban horrorizados por lo que sea que moraba en aquel profundo rincón de la tierra, esa criatura abominable a lo que los pobladores de Cerro Alto se referían como bruja.

Recordé entonces las últimas palabras de don Arnulfo, o la mejor reconstrucción que pude hacer de ellas:

 “Solo la furia de un fuego intenso puede purificar el mal de la montaña”.

Lamenté que careciéramos de los metales combustibles esenciales para invocar los fuegos más intensos conocidos por el hombre, pero un fugaz momento de adrenalina me hizo pensar en la mejor solución posible para nuestra limitada situación. Mis acompañantes estuvieron de acuerdo con mi idea cuando se las compartí. Llevamos la caravana lo más cerca posible a la cueva y comenzamos a vaciar sus elementos clave necesarios para llevar a cabo nuestro plan, entre los que figuraba el alcohol isopropílico y la gasolina del tanque, así como cualquier otra sustancia que sirviese como combustible.

Mi determinación inicial al entrar a la cueva estaba motivada por mi ignorancia de lo que ahí moraba. La sola visión de los bulbos y raíces del sitio fue suficiente para resquebrajar mi voluntad, pues su apariencia, color y aroma se alejaban de cualquier cosa terrenal con la que pudieran compararse. Mi mejor descripción al respecto es que se asemejaban a serpientes retorcidas con una textura horripilante que despertaba tripofobia en cualquiera que los viese, compuestas por racimos palpitantes de un color azul fosforescente cuya esencia metálica se le incrustaba a uno en el fondo de la nariz. Pero aquellas horribles sensaciones quedaron opacadas por el descubrimiento de lo que había en el fondo de aquella infernal cueva, cuya visión hubiera doblegado mi espíritu de haberme encontrado solo.

Fue en ese momento que las palabras de don Arnulfo, que en un principio parecían disparates, terminaron de atravesar mi cabeza por la magnitud de lo que insinuaban. Don Lázaro Arriaga y doña Pilar, los antiguos líderes de Cerro Alto, eran los que se le habían estado apareciendo en visiones al actual patriarca, seguramente enviados por Dios a evitar un desastre en el que él no podía intervenir de forma directa. Ellos le habían contado la verdad sobre el mal que había caído no solo sobre su comunidad, Cerro Alto, sino sobre el planeta entero. Aquella criatura, la bruja, no era más que la manifestación corpórea de un ente cuyos tratos con el mal le habían desprovisto de cualquier semejanza con el humano que alguna vez fue. Esto, decían, iba más allá de los cuentos sobre brujas voladoras que robaban niños para rejuvenecerse con su sangre y empoderarse con sus inocentes almas. La criatura enterrada en la montaña iba a ramificarse por todo el mundo hasta consumir la energía vital de todos los seres vivientes, devorándolo todo a su paso hasta conseguir el poder suficiente para volver a la vida. La inestabilidad mental de las criaturas en las cercanías, humanas o no, solo era una consecuencia de su resurgimiento. El que alguno de nosotros, o cualquier ejército, pudiera enfrentar a una semi deidad con tal poder parecía imposible, pero había una esperanza para terminar de tajo con aquella amenaza. Mientras la entidad se materializaba en nuestro mundo era más débil que nunca, pues carecería por completo del poder que en otro plano tendría y su forma corpórea sería casi tan débil como cualquiera de nosotros.

Aquel día conocimos a la encarnación del mal, o una de ellas al menos, materializada como un cuerpo humanoide horripilante que yacía recostado en el suelo, boca arriba, sin cabeza, ni piernas desarrolladas, sufriendo espasmos conforme la energía vital de la tierra iba ascendiendo por lo que supongo que eran sus venas hasta que poco a poco se materializaba en tejidos carnosos. Carecía de ojos, oídos, boca, o rostro si quiera, por lo que era fácil pensar que ningún sentido lo conectaba a nuestro mundo, pero aquella masa se meneó violentamente en cuanto nos hallamos en su morada, como si algún sentido sobrenatural le hubiera señalado nuestra presencia. Si las venas que le estaban dando vida no lo hubieran estado encadenando, quién sabe de qué hubiera sido capaz aquella entidad aún sin su transformación completa, pues ya se notaba en el puro movimiento de sus extremidades que poseía una fuerza sobrehumana.

Procedimos a terminar lo que nos habíamos propuesto, intentando ignorar como mejor podíamos lo que moraba entre nosotros, meneándose desesperadamente mientras esparcíamos toda clase de combustibles por sus endemoniadas raíces. Estaba seguro que desataríamos un auténtico infierno en aquel lugar, pero tuvimos el afortunado presentimiento de que debíamos hacer todo lo posible contra aquella bestia. Regresamos a la camioneta para tomar ropa, batas, alfombras y absolutamente cualquier otra cosa que pudiera servir como comburente para mantener las llamas vivas durante el mayor tiempo posible. Incluso le quitamos las llantas para ponerlas debajo de aquel humanoide, momento en que pude comprobar de primera mano su fuerza, pues con un empujón de lo que era su cadera me indujo un dolor tan intenso que casi creí que me había roto un brazo. Ese contacto me aterró, pero al mismo tiempo me enfureció tanto que reuní el valor para envolverle las extremidades con telas y cubrir su cabeza con la bata que yo llevaba puesta.

Salimos de la cueva. Nos quedamos con una llanta que el señor Antonio prendió en llamas y la empujó para que rodara hacia la guarida de aquel monstruo. La acumulación de gases de los químicos que vertimos provocaron una llamarada que pudimos ver desde la entrada, seguida por el intenso chasqueo de las llamas posteriores. Nos hubiéramos sentido aliviados tras aquello de no ser por el espantoso chillido que escuchamos en el fondo, nacido de cuerdas vocales que no habían logrado desarrollarse. Fuimos capaces de relacionarla a un dolor agónico, pero notamos también un rastro de furia endemoniada con la que parecía estar lanzando una maldición sobre nosotros. Aunque hoy en día no tengo motivos para pensar que aquello fuera realmente una maldición, la idea de algún peligro acechante me ha quitado el sueño durante los últimos meses.

Ese grito agónico de la entidad alcanzó para invocar los últimos males sobre Cerro Alto, pues muchos de sus habitantes fueron víctimas de una degeneración mental que tuvo consecuencias neurológicas como pérdida de memoria o falta de coordinación motriz. El caso más grave fue el de una anciana que quedó casi totalmente reducida a un estado vegetativo durante varias semanas antes de reaccionar por primera vez a estímulos como la luz o el sonido. La mayoría de los lugareños, sin embargo, logró reponerse tanto física como mentalmente de aquel episodio y juntos pudieron reconstruir su amado hogar.

Al volver a revisar la cueva en aquella cordillera solo nos encontramos con materia carbonizada, por lo que confirmamos que el mal en el fondo de la tierra había sido erradicado por completo. Sobra decir que las sequías terminaron y que la fertilidad renovada de las tierras le permitió a los lugareños recuperarse con facilidad.

No pensaba compartir esta historia con nadie, pues sé lo difícil que es creerla. De hecho, me habría gustado ignorarla por el resto de mis días. Ya había comenzado a retomar mi vida tan feliz como era cuando la ignorancia me lo permitía, pero salté a mi laptop para escribir el presente testimonio en cuanto escuché unos rumores que me helaron la sangre. Cerro Alto nunca había vivido tiempos tan felices y prósperos como los de ahora, tal como ya dije, pero nuestro contacto con pueblos aledaños nos ha permitido escuchar murmullos aterradores. La gente ha comenzado a hablar sobre criaturas enloquecidas que merodean los campos en las noches, bolas de fuego que cruzan el horizonte con frecuencia y tierras cuya fertilidad disminuye a un ritmo sin igual, pero lo que más me aterró de todo aquello fue el testimonio de un par de campesinos de un pueblo al este de Cerro Alto, en algún punto cercano al estado de Hidalgo, quienes decían haber visto raíces de un color extraño brotar de las grietas en el suelo y enrollarse en tallos de plantas que amanecían secas. No he querido indagar al respecto, pues me aterraría comprobar la veracidad de sus palabras; pero si algo de aquella entidad de la montaña hubiese quedado vivo en las entrañas de la tierra, es cuestión de tiempo para que comience a devorar nuestro planeta. Escribo esto con la esperanza de haber enloquecido y que mis preocupaciones solo sean disparates paranoicos, pero si estoy en lo cierto y alguna vez la bruja se vuelve a encarnar en nuestras tierras en las décadas venideras, espero que esta advertencia sirva para que el próximo que la encare pueda invocar fuegos más intensos que los que nosotros pudimos conseguir, pues de otra forma la humanidad entera podría estar condenada.